Hubo un tiempo en el que leí mucho a Paul Bowles y también leí mucho acerca de Paul Bowles, acerca de su vida, y sospecho que su mirada, yo diría que su modo de estar en el mundo, ha marcado de alguna manera mi propia forma de estar en él. Con esto solo quiero decir que, en ciertos aspectos, Paul Bowles fue importante para mí.
Durante
muchos años llevó Bowles una vida errante y voluntariamente nómada. Tras largos
períodos de tiempo viajando y de estancias prolongadas en París, Nueva York,
México, Ceilán y Marruecos, acabó el norteamericano estableciendo su residencia
definitiva en Tánger. Algunas de las razones por las que abdicaría de ese
permanente nomadismo las cuenta el propio Bowles en una carta fechada el 19 de
noviembre de 1947, dirigida a Charles-Henry Ford: ”Cada lugar que uno visita de
nuevo parece haber perdido la vida que lo hacía existir la primera vez que se
vio. Ciertamente nunca pensé en volver a Tánger para quedarme, pero por alguna
razón he permanecido aquí, quizá porque aquí se puede obtener todo lo que uno
quiere y la vida es tirada y viajar es condenadamente difícil… visados para el
Marruecos español y restricciones de divisas para el Marruecos francés y
hombres suspicaces en los trenes… y sobre todo el hecho determinante de que no
tengo la energía para hacer el equipaje y marcharme a otra parte.”
Desde
los años cincuenta hasta pocos días antes de su muerte, en noviembre de 1999, el
autor de El cielo protector residió
en el inmueble Itesa, un modesto edificio de apartamentos situado en el barrio americano
de Tánger.
Bowles
muere en Tánger en noviembre de 1999 y el escritor guatemalteco Rodrigo Rey
Rosa (amigo suyo, traductor al castellano de parte de su obra) se convierte en
el depositario de todo su legado. Sabemos que si Rey Rosa hubiese tenido en
Marruecos contactos locales de su entera confianza, habría dejado allí la
biblioteca personal de Bowles, sus cuadernos, todo. Pero no era el caso. Así
que pidió ayuda a Miquel Barceló, que entonces se encontraba allí. “Se la hice
llegar a Miquel, como una especie de rescate.”, confiesa Rey Rosa. “Yo no sabía
lo que hacer con todos esos libros, y como Miquel estaba en ese momento, le
conté el problema y me ayudó a catalogarlo todo y a rescatarlos” (revista
digital M’Sur. Mayo 2015).
Un
año después, en Tánger, Rodrigo Rey Rosa se aloja en la casa de Claude-Nathalie
Thomas, la traductora al francés de Bowles: “En el piso de abajo, en el
vestíbulo y en el pequeño patio con techo de cristales, la luna llena del mes
de noviembre del año 2000 iluminaba fríamente 98 cajas de cartón sobre un piso
ajedrezado de cerámica o de mármol en blanco y negro. Las cajas, numeradas
todas con mi puño y letra, contenían los libros, cuadernos y papeles de la
biblioteca y el escritorio de Paul Bowles, que había muerto un año antes, y que
me dejó esta increíble herencia. Un día o dos más tarde, yo intentaría hacer
pasar esas cajas de Tánger a tierra española, para lo que sería necesario
burlar la vigilancia de los aduaneros a ambas orillas del estrecho. No debían
llegar a sospechar que aquellos libros y papeles no eran sólo un montón de
libros viejos y papeles garabateados, sino la biblioteca personal y el legado
literario de un célebre autor. Una herencia, en fin. Y la opinión general era que
una herencia legada en tierra musulmana por un nazararí norteamericano
a uno guatemalteco no habría salido de Marruecos fácilmente” (Bowles y yo. Letra Internacional,
invierno 2006).
Hace
un par de años escribí al taller de Miquel Barceló interesándome por conocer la
biblioteca de Bowles. Me contestaron que estaba archivada, pero que podían enviarme
un listado en PDF con todos los ejemplares catalogados. Me lo enviaron. Tiene
165 páginas y, de cada ejemplar, se informa del autor, el género, el título, la
editorial, el año de edición, el número de ejemplares y la caja en la que se encuentra
almacenado. También informa de la presencia de autógrafos o dedicatorias.
¿Cómo
resumir el contenido de la biblioteca de Paul Bowles?
Lo
dejo para una nueva entrada.
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