Adoro las terrazas de
Barcelona. Adoro Barcelona porque tiene muchas terrazas. Un montón. Para la
mayoría de nosotras, las terrazas de los bares y de los restaurantes de la
ciudad constituyen, con diferencia, nuestra principal fuente de subsistencia. Merodeamos
entre los clientes, entre las mesas, con la esperanza de que alguien nos
ofrezca un poco de comida. Algunos de ellos, ingenuamente, nos tienden la mano
con la intención de que acerquemos el pico y comamos en ella. Ignoro qué
secreto placer pueden encontrar en ello.
Piensan que evitamos acercarnos porque
tenemos miedo, pero no es así. Fingimos miedo porque preferimos que nos tiren
la comida. Preferimos comer en el suelo y no en su mano. Nos tienden la mano con un cacahuete y nos regalan los oídos para que nos
acerquemos a comer de ella y yo pienso siempre que, básicamente, son todos unos
hipócritas.
Con los camareros
tenemos, por regla general, una relación bien distinta, un áspero respeto mutuo que posibilita una
precaria pero satisfactoria conllevancia; no acostumbran a recoger del suelo todo
el alimento que dejan caer los clientes, porciones todas ellas de primera
calidad. Y, cuando limpian las mesas, arrojan también al suelo toda clase de
restos de comida. Entonces te dejan comer en paz si nadie ha ocupado la mesa y
a nadie molestas. Repiten esa operación, la de limpiar la mesa, constantemente,
decenas de veces cada día, proporcionándonos así lo más parecido a lo que
podríamos denominar una dieta regular. Yo diría que eso es lo mejor de las
terrazas.
Lo peor son los perros.
Cuando un cliente viene con perro ya puedes olvidarte de todo. Los muy perros,
además de perseguirnos siempre como auténticos descerebrados, se llevan toda la
atención de sus dueños y de la clientela. Y también su comida.
Avilés. ⓒ Sergio López.
Avilés. ⓒ Sergio López.
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